La ciudad congelada en el tiempo
Pompeya, el 24 de agosto del año 79 D.C.
La ciudad acabe `penas de despertarse y en sus calles comienza el trajín de carretas y mulas. Los pregones de los vendedores ambulantes se mezclan con los ruidos de los puestos callejeros. A media mañana desgarra el aire un rugido terrorífico: el tapón de lava que obstruía la chimenea del monte Vesubio acaba de saltar por la presión de los gases, liberando una nube de lapilli tan espesos que oscurecen el sol antes de volver a caer en forma de lluvia sobre las viviendas. Al llegar la noche, Pompeya está sepultada bajo varios metros de lapilli y cenizas. En vano han intentado huir sus habitantes: asfixiados por los gases, aplastados bajo los edificios, han ido cayendo uno tras otro en casas y calles. Antes de morir, alguien tiene ánimos para escrbir en una pared: "¡Sodoma y Gomorra!".
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La bahía de Nápoles en el año 79 D.C |
El reportero del desastre
El fín de Pompeya tuvo un testigo ilustre. Las cartas que Plinio el Joven envió a Tácito para describirle la erupción del Vesubio y sus consecuencias son de un vigor, una humanidad y un realismo asombrosos:
"Ya había empezado a caer la ceniza, pero aún no era muy densa. Me volví: una espesa niebla semejante a un torrente furioso avanzaba hacia nosotros. De pronto cayó la noche, negra como tinta, como el interior de una tumba. Se oían los gemidos de las mujeres, el llanto de los niños, el clamoreo de los hombres. Unos llamaban a sus parientes, otros a sus hijos o a sus cónyuges, mientras intentaban reconocer sus voces. Algunos lloraban por su suerte, otros por la de sus deudos. Había incluso quienes invocaban a la muerte, tan grande era su miedo a morir. Eran muchos los que imploraban a los dioses, pero algunos decían que ya no había dioses y esa noche era la última del mundo".
Desde el comienzo el comienzo de la erupción, el célebre naturalista Plinio el Viejo, tío de Plinio el Joven, que mandaba la flota de Miseno, había ido a Estabia para observar más de cerca el fenómeno:
"Corrió por la playa para ver si era posible volver a embarcar, pero el mar estaba muy agitado. Entonces se tendió sobre una sábana para tomarse un breve descanso y pidió varias veces agua, que bebiío con avidez. Pero las llamas y los vapores de azufre pusieron en fuga a los habitantes y le despertaron. Se levantó, sostenido por dos esclavos, pero al momento volvió a caer, por que la ceniza que espesaba el aire le impedía respirar y le obstruía la tráquea. Cuando volvió la luz (al tercer día), tanto su cuero como las ropas que vestía fueron encontrados intactos. Se hubiese dicho que dormía, pero estaba muerto."
Si este testimonio, el único que poseemos, es realmente excepcional, no lo es menos el hecho de que bajo la mortífera capa de cenizas la ciudad pudiera conservarse perfectamente. El día en que fue descubierta y se retiró la dicha capa, apareció milagrosamente intacta, co sus calles, que aún tenían las huellas del paso de las carretas, sus casas y sus edificios públicos. A ello hay que añadir los cuerpos de los hombres y animales que quedaron aprisionados en el terrible cepo. Un ingenioso sistema inventado por el arqueólogo Giuseppe Fiorelli, consistente en verter yeso en las cavidades dejadas por los cuerpos, ha permitido hacerlos reaparecer tal como se encontraban en el momento de su muerte. También han resurgido, en las paredes, dibujos populares, pinturas refinadas, imprecaciones y comentarios obscenos, junto a inscripciones grabadas en el mármol.
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